Biscotti di zenzero

Publiqué este cuentito el miércoles pasado en FB.
Porque lo escribí de un tirón, tan calentito venía en mi cabeza después de la escena inspiradora.
Y es que está "basado en sucesos reales", como las pelis de sobremesa esas que hace un trillón de años que no olfateo.
Lo reproduzco aquí porque no quiero que se pierda, aunque en realidad ya no es mío, porque se lo he regalado a Lena, la hija de una amiga.)




BISCOTTI DI ZENZERO
De vuelta del mercado de los miércoles, he parado en la cafetería de Le Scalette, a reponer fuerzas. 
En el mostrador, lleno siempre de maravillas, junto a las pizpiretas tartaletas de merengue de limón y los orondos bombones de trufa, debajo del estante de los fragantes cornetti (rellenos de Nutella, de yogurt, de arándanos, de pistacho, de mermelada de frambuesa…), entre los recién llegados macaroon, nuestros “suspiros de modistilla” en lánguidos tonos pastel, y los paquetitos de celofán de galletas de canela… ahí mismo, holgazaneaban, satisfechos, los nuevos hombrecitos de jengibre, los “biscotti di zenzero” que dice Andrés, con sus ojitos de nocciola, sus botones de smarties, su bufanda de anisetes de colores, sus botitas de chocolate y su estupenda sonrisa de fondant.
Tan bonitos, tan fantásticamente navideños, tan deliciosos, que no he podido resistirme y he tenido que llevarme a casa una bandeja para la merienda.
Mientras la dependienta colocaba primorosamente mi destacamento en un paquete, yo la observaba encantada, casi un poco nerviosa, con el corazón cosquilleando ya al anticipar la sonrisa de mis peques ante la sorpresa de esta tarde.
- No, no, ese no, que está triste
Me he oído a mí misma objetar…
Y es que entre los sonrientes hombrecitos, la mano del pastelero había querido dibujar una boca desconsolada, un pequeño hombrecito infeliz en medio de la banda de empedernidos optimistas de azúcar.
A mí lado, una niña de unos cinco o seis años, esbelta y pálida, de lacio pelo negro y ojos soñadores, ha tirado de la manga del plumas de su madre y le ha dicho, o me ha dicho.
- Que va, son dos los hombrecitos tristes. Fíjate en el que está justo a su lado.
Y es que ahora eran dos, lo prometo, las galletas entristecidas.
En voz alta he expresado mi consternación por haber propagado, sin querer, el foco de depresión en el estante de los hombrecitos de jengibre. Y hemos imaginado juntas (niña, mamá, dependienta y yo misma) a los melancólicos dulces aún más desolados al final del día, después de montones de rechazos y ninguneos.
Pero entonces la pequeña, como ocurre tantas veces, ha resuelto todo.
- Los quiero yo, mamá, dai, cómprame los hombrecitos tristes.
Y no lo puedo jurar, porque obviamente no los he visto, pero me consta que esas dos galletas sonreían en su bolsita de papel, de camino a casa de mi nueva amiga.

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