La ardilla

Todos los mediodías, cuando recojo a Marti de su siesta matutina en casa de los abuelos, hacemos la ruta zoológica. Saludamos a los lobos de piedra del vecino, a los leones (también de piedra) que guardan la entrada al número 45 de Vía Borghi, a la jiraja de hierba del jardín de enfrente, a las gallinas, estas verdaderas, que viven al lado del parque, más allá de los frutales en flor... Como colofón (dulcis in fundo) nos paramos delante de las jaulas que, en su garaje almacén, tiene el padre de Andrea, la jaula de los pajaritos de pico rojo (de los que no sé ni raza ni nombre, solo sé que una vez pusieron huevos y se los zamparon ellos mismos, inmisericordemente) y la jaula de Albin, la ardilla, que no se llama Albin, sino Squid, la ha rebautizado el nieto del propietario, un chavalillo rubio de 8, creo que 8, años y que tiene un gato malvado que se llama Átila.

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A mí me produce cierta congoja ver a la ardilla, tan tímida, tan viva, tan escurridiza, en esa jaula. Porque no creo que sean las ardillas muy de encierros y prisiones. Igual me equivoco.

Pero a Marti (y también a los mellis) les chifla verla, con sus ojitos brillantes, su cola pelosa y su agilidad inverosimil. Nos tenemos que acercar muy despacio y muy calladitos para que no se esconda, como un relámpago, en su casita rellena de virutas de leño. Y Marti me enumera siempre, toda empollona, lo que come la ardilla, que si manzana, que si avellanas, que si galletas, pan, rosquillas y fette biscottate... Y la llama... Albinnn!

Siempre le digo al padre de Andrea que nos debería cobrar entrada porque saludar a sus bichejos es parte irrenunciable de nuestra rutina cotidiana.

Sin embargo, ayer la jaula de Albin no estaba en su sitio de siempre, al sol. La jaula de los pajaritos ornitófagos se había quedado sola.

Como de lejos entreví al padre de Andrea todo agitado, hice amago de alejarme, Marti en brazos como siempre... pero nos llamó él. "Estoy de funeral", nos dijo. Y me morí de pensa pensando en la pobre ardilla misántropa.

Dentro de una toalla, enrollada, yacía un Albin ensangrentado, quizás agonizante, con tal mirada de tristeza que yo (que estoy un poco majara) casi me pongo a llorar.

Su dueño había querido reformar la jaula, me explicó, para hacerla más cómoda. Y mientras enseñaba su proyecto a su señora esposa, en un descuido, la ardilla se había fugado, oculta entre los cajones de vidrios vacíos del fondo del almacén.

El padre de Andrea había fabricado una pequeña trampa con un macetero de plástico y una montaña de avellanas y migas de galleta y había esperado una hora (una hora me recalcó) apostado en la puerta de entrada al garaje-almacén, con la intención de que la ardilla no huyese a recorrer mundo.

Y de pronto la había oído detrás de un cajón y al sacudirlo con la intención de asustarla y que saliera corriendo, había visto un reguero de sangre. Había espachurrado al pobre roedor contra un cajón de plástico lleno de botellas vacías de gaseosa.

No, no, no quería llevarla al veterinario que la sacrificase. Quizás Albin -que ahora se acurrucaba, rendido, en su lecho de toalla- salía de esta. "Dai, che ce la fai", le alentaba con susurros cariñosos.

Su dueño nos contaba todo con esa cara culpable, y esa tristeza, que le prometimos echarle unas plegarias a San Francisco de Asís y hasta ponerle una velita (como hacía mi abuela Africa, que te ponía una velita antes de un examen, o al empezar un nuevo trabajo o siempre que iba a pasarte algo importante)

Esta mañana me he acercado aposta, yo sola, a ver a Albin y había salido de su cobijo y se movía un pelín y ya no estaba todo manchado de sangre.

Esperemos que se recupere la pobre ardilla. Dai, che ce la fai, Albin.
Y que le haga este post de lamparita curativa.


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